MÁS QUE CUALQUIER OTRA COSA, la vida cristiana significa la entrega de nosotros mismos y la aceptación de Cristo. Cuando vemos cómo Jesús se entregó a sí mismo por nosotros, clamamos: “¿Qué puedo hacer yo por ti?”
Pero justamente cuando pensamos que hemos entrado en un compromiso absoluto, una entrega total, algo sucede que demuestra cuán superficial fue nuestra decisión. A medida que descubrimos nuevos aspectos de nuestras vidas que necesitamos entregar a Dios, nuestro sometimiento se profundiza. Entonces, con mucho tacto, el Espíritu lleva nuestra atención a otra zona donde el yo necesita entregarse. Y así continúa la vida a través de una serie de repetidas entregas a Cristo, las cuales se profundizan cada vez más en nuestro ser, nuestro estilo de vida, la manera como actuamos y reaccionamos.
Una vez que entregamos todo lo que somos y lo que tenemos a Dios, a quien todo le pertenece de todos modos (1 Cor. 3:21-4:2), él lo acepta pero luego nos lo vuelve a entregar, haciéndonos mayordomos o cuidadores de todo lo que “poseemos”. Entonces, nuestra tendencia a vivir vidas confortables y egoístas se ve quebrantada al darnos cuenta de que nuestro Señor fue como el desnudo, el preso y el extranjero de la parábola. Y su perdurable mandato: “Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones”, hace que las actividades de la iglesia —compartir,enseñar, predicar, bautizar— sean más preciosas para nosotros. Por causa suya procuramos ser mayordomos fieles.